Una reflexión vigente de Kahneman, D. [2011]. Thinking, Fast and Slow. Farrar, Straus and Giroux).
Llega un momento en que saber demasiado deja de ser una ventaja. No porque el conocimiento pese, sino porque te vuelve testigo de la estupidez colectiva. Ves los sesgos como otros ven colores. Detectas la disonancia antes de que la frase termine. Intuyes la manipulación en el tono, la inseguridad detrás de la sonrisa, el sesgo de confirmación en cada argumento que se disfraza de lógica. Y entonces entiendes que no estás en una conversación: estás en un teatro.
Te vuelves un observador más que un participante. Alguien que camina entre los demás con la sensación de estar en una obra escrita por la psicología cognitiva y dirigida por el absurdo. Al principio intentas explicar, enseñar, abrir ojos. Luego comprendes que no hay peor gasto de energía que intentar despertar a quien ama dormir.
No es arrogancia, es agotamiento. La lucidez cansa. Ver la maraña de sesgos, intereses y máscaras sociales con demasiada claridad te deja fuera del juego. No porque no puedas jugar, sino porque ya no quieres. Te irrita la mentira compartida, la superficialidad premiada, la ignorancia convertida en mérito. Y eliges el silencio, no como rendición, sino como trinchera.
La psicología cognitiva ya lo advertía: cuanto más consciente eres de los sesgos, más consciente eres también de tu impotencia ante ellos (Kahneman, 2011). Saber cómo se deforma la realidad no te protege de ella, solo te permite ver el mecanismo con desesperante nitidez. Es el precio de la lucidez: entender tanto que ya no puedes disfrutar como antes, ni creer como antes, ni pertenecer como antes.
Ahí, en la soledad elegida, descubres algo que los demás temen: que estar solo no es estar vacío. Es, quizá, la única forma de conservar la cordura en un mundo que celebra el autoengaño. La soledad del lúcido no es misantropía, es higiene mental. Es el refugio del que ha visto demasiado y elige cuidar su mirada.
Porque al final, comprenderlo todo no te da poder, te da distancia. Y desde esa distancia —dolorosa, lúcida, necesaria— entiendes que la sabiduría no consiste en acumular verdades, sino en aprender a callarlas.
(Kahneman, D. [2011]. Thinking, Fast and Slow. Farrar, Straus and Giroux).